El río que nos mira está frente a mis ojos, a veces lo contemplo y en ocasiones es él quien lo hace. Siendo honesto él nos mira siempre y nosotros no le devolvemos la mirada. Todo transcurre frente al río aunque no seamos conscientes.
Esta mañana después de la primera práctica he optado por bajar a visitar sus aguas, guiado por un impulso repentino, ciego. No he andado mucho cuando he creído escuchar que alguien me llama. ¿En Rishikesh, José Antonio? Me he girado en varias direcciones hasta descubrir el origen de la voz, en una callejuela, en medio de la nada, en medio del todo, una amiga de Madrid, también profesora de Yoga a su vez, me ha descubierto cuando dirigía mis pasos hacia el río. ¡Es Katia!. No damos crédito a las causalidades. Y aquí están. Inmediatamente inmortalizo el momento para no olvidar esa aguda sensación de conexión, de que el mundo cabe en un instante y ese instante se llama ahora. Katia me comenta que al día siguiente, temprano sobre las 6, irá a prácticar Yoga a un Ashram cercano, casi me adelanto a su respuesta…¡por supuesto que es el mío! Nos hemos encontrado para adelantarnos al momento que ya nos estaba reservado. Finalmente alcanzo el río por uno de sus ghats (acceso de escaleras) y medito un rato sobre lo sucedido. Millones de personar moviéndose al unísono en todas direcciones y todo ocurre precisamente ahora y precisamente a mí (recuerdo con cariño la afirmación de Borges).
El calor que nos trae la tarde, el río que nos trae la tarde, la práctica que nos trae aquí, transcurre con la alegría de los encuentros, de los azucarillos mojados, del sabor a cucharilla de café que lo inunda todo.
En el transcurso de la ceremonia del fuego, Aarti, de esta noche, alguien, una chica que posee el pelo más largo del firmamento, se ha levantado y ha comenzado a bailar. La noche bailaba con ella, en sus cabellos oscuros, en sus ropas tan blancas.
Tengo que revisarme este tono de vaga y encendida sentimentalidad.


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