30 de abril de 2015

Kshama Darnuola, Nepal.



Siempre he pensado, e incluso afirmado, que si un día no aparezco, comparezco o no atiendo más llamadas será porque al fin me he quedado en Nepal. Me he ido acostumbrando a su paso lento por las calles de Thamel, a sortear los turistas de la Durbar Square (los que posan frente al palacio de La Kumari), a ascender con la primera o la última luz a la estupa de Swayambhunath, a cobijarme junto a un té en el Katmandú Guess House, a quedarme quieto, hipnótico, por no sé cuantas horas, frente al dibujo colorido de un Tanka. Quizá no se debe volver al lugar donde uno fue feliz, pero insistiría con Bhaktapur, con Bohdana y sus cantos a la mañana, con la vistas sobre el Himalaya desde Nagarkok, Pokhara y su largo lago, la montaña sagrada del Machapuchare y su doble cresta de cola de pez, camino del Annapurna. Y soy consciente que todo esto no es más que un recorrido sentimental por lugares de los que ya no sé si siquiera existen. Confieso que he sido incapaz, hasta ahora, de sentarme frente a las imágenes de la tragedia y buscar con la mirada la del joven Rahma, que nos acompañó en el último viaje, la de su hermano menor, la de Khuti que nos alegraba haciendo sonar sus cuencos cantores sobre nuestras cabezas, y la de tantos cuyas sonrisas nos acompañaron.
Me siento bajo el zócalo de cualquier puerta de entrada a una casa y extiendo los brazos como un aire tibio, como un río, como una vibración larga y un tanto plañidera, que pronuncia los nombres de la vida. De las muchas reencarnaciones que la vida tiene, y que desde el pasado sábado pugnan por encontrar otro lugar, quizá alguno entre los palpitantes pechos, de estos westerns que les amamos. No sé cuando volveré a Nepal y ya estoy allí, bajo los monzones que este año, tozudamente, parecen adelantarse, bajo los cielos protectores de sus montañas, corriendo a través del río Bagmati, abrazándome a las espaldas de los newaris. Disculpad si parezco ausente.
Parece que los nuestros, todos son nuestros, han regresado ya o están a punto de hacerlo. No nos quedemos con los que vuelven sino quedémonos con los que se quedan, con aquellos que ahora viajan a uno de los lugares más hermosos del firmamento, con los que allí aguardan nuestra compasión, poner el corazón al lado del otro, ser un único organismo.
En la Durbar Square de Katmandú, una noche, festividad de la democracia, hacia un 22 de febrero, rugimos como leones frente a estatuas de leones, junto a un templo rojo. Nunca encontraré, para estos momentos, más hermosa metáfora.

P.S. Aterricé por última vez en Katmandu en febrero de 2009 y hoy en un llanto lento pronuncio Namasté Nepal, Kshama Darnuola Nepal, lo siento. Me siento Nepal.





24 de abril de 2015

Si bailar es la respuesta a la lluvia. Cuaderno de la India (de mi vida en un Ashram)


¿En qué momento Molly saltó al río y comenzó a bailar? Cuando llegó la lluvia…un cielo obtenido de un cuadro de Caspar David Friedrich, El caminante sobre un mar de nubes, he pensado, este cielo de Rishikesh ha convertido la puesta de sol en una fiesta, donde a los danzarines les mojaba el agua que descendía desde lo alto, el agua que venía corriendo desde lejos. Una alta forma de alegría nos ha introducido en el río y alguien, Molly con su cabellera teñida de rubio por las nubes, con los brazos en alto, ha ejercido de vasta sacerdotisa del viento. Una amalgama de todos los colores bailando en un latido. Sé, por sensato que parezca, que habré de recordar este momento, como uno de esos escasos ritos iniciáticos a los que, a todos, nos es dado asistir.

 Me fotografía por la mañana un amigo hindú junto al Root Droft Shati, o árbol de Shiva, que sólo crece en los Himalayas, y recorre pacientemente a mi lado la galería de dioses que circundan el Ashram, explicándome detalles de los avatares de Vishnu (avatar es palabra sánscrita). No apunto su nombre pero sí mi deuda con él.
La mañana nos ha traído la noticia triste de que Mataji, nuestra profesora de canto védico y asanas, que con su voz hace que la jungla cante en su respuesta, ha sido ingresada en un hospital de Bombay. Sufrió un desvanecimiento prolongado y su edad, 78 al parecer, han recomendado que la trasladasen hasta ese lugar (no quiero pensar en las 18 horas de viaje que hay, en tren, hasta allí).
Ha llegado al Ashram Peter, un americano de Miami, que habla perfectamente mexicano, y que ha recalado aquí después de dos años y medio de viaje recorriendo los lugares santos del orbe. ¿Santiago incluido? Santiago incluido guei.
La lluvia llegó más tarde y me introdujo de nuevo en la fascinación que siento por ella desde niño. Evoco el antiguo truco que usaba mi madre para sacarme de la cama por las mañanas: -José Antonio, ¡levántate, que está lloviendo! Así que recorro esta lluvia con la sensación de placidez, de desnudez, que siempre me acompaña al cubrirme de agua. Con el recuerdo otras lluvias bajo el monzón, la calidez que desprenden sus gotas, el acto mágico de niños y adultos bañándose en la calle. Y reparo en que sólo hay que dejar que suceda, despojarse de nuestro pesado calzado (llevo 8 días viviendo sobre unas chanclas negras), no ofrecer resistencia, no huir, no sentir culpa al mojarnos y no pretender ser otros para la lluvia. Todo se moja en este espacio de la memoria.


Cuando regreso a mi habitación, repaso las fotografías que he tomado discretamente con el móvil, que aquí sólo me sirve para tomar fotos, y descubro ésta, la de una orante solitaria bajo las nubes de Caspar David, rodeada de gente y viviendo su soledad en comunión con su gesto, tomando agua del río y devolviéndola al río, con una actitud atenta, desapegada, realizando una y otra vez el mismo acto, como si toda la vida se resumiese en el cuenco de sus manos, en ese ir y venir,  e intuyo de repente, que acabo de recibir de forma insospechada, la más grande de las enseñanzas.
Las hormigas avanzan sobre la manzana y las cuatro peras que tengo…


23 de abril de 2015

La cueva de Shree Swami Purushottananand Ji Maharaj. Cuaderno de India (de mi vida en un Ashram)



Si es posible mancharse con algo, lo hago. Durante el desayuno de sangüis de plátano con miel, me mancho la camiseta blanca con la miel, durante el cepillado de dientes, la sandalias negras con el dentífrico.  Hoy es sábado y a las 8 hemos terminado nuestra labor en el Ashram, Rashu (uno de los amigos hindúes) ha alquilado un microbús y nos vamos a meditar a una cueva del Himalaya. En ella un hombre santo, de nombre poco menos que impronunciable (lo escribo con buena letra),  permaneció 30 años de su vida. Es una oquedad en la montaña. A la entrada han colocado un lecho cubierto de flores, los jazmines están en plena floración, y en el interior cubierto de estalactitas, aparecen los restos del fuego de un hogar. Al fondo de la gruta existe un espacio dedicado a la meditación. Nos hacinamos sentados, con las rodillas cruzadas, las ocho personas que allí nos encontramos. Intento sentir, presentir lo que ese hombre buscaba, lo que experimentó, lo que sin duda halló en esa oscuridad durante treinta años. Han colocado una talla de Shiva, que nos contempla sorprendida. Alrededor de la cueva se ha desarrollado un pequeño Ashram donde los seguidores del santo viven, nos ofrecen agua y nos invitan a visitar su recinto sobre el Ganjes. Reparo que a la entrada una serie de prohibiciones nos reciben. Me llama la atención que a las consabidas de no bañarse desnudo o portar tabaco, beedes, alcohol…aparezca la que desautoriza cualquier tipo de contacto físico como abrazos, besos o tomarse de la mano…Nos dispersamos para vivir cada uno nuestra propia experiencia y a una chica suiza le acompaña un perro.

Descendemos hasta el río y realizamos una inmersión ritual, recojo unas piedras con los que no sé qué hacer el resto del día, salvo compartir con su peso mi mochila. 


 De vuelta a Rishikesh cruzamos al otro lado del río en barca, le pregunto a Rashu si el río lleva peces y si, en ese caso, se alimentan de ellos (no he visto ninguna carta que contenga pescado en su menú) y Rashu nos ofrece unos conos de papel llenos de virutas:
- Toma para alimentar los peces mientras cruzamos. Aquí no nos comemos los peces, les damos de comer.
Hoy almorzaremos fuera del Ashram, unas bandejas que incluyen todas las delicatessen que podamos ingerir, arroz aderezado de diferentes formas, dhal (sopa de lentejas), chapati y papadooms (panes), verduras picantes, cocinadas con ghee (mantequilla clarificada), dulces de postre…un banquete.
A la puesta de sol tomo un recipiente vegetal que contiene infinidad de pétalos, un incienso, un cabo impregnado en queroseno: mi primera ofrenda. Y el río se la lleva encendida, mientras pido (sin saber muy bien qué pido ¿felicidad, encuentro, consciencia?), por todos nosotros, los presentes, los ausentes que llevo conmigo, los que conozco, aquellos de conoceré y quienes se han ido.
Escribo un proyecto de poema al retirarme a la habitación y no creo que se salve ninguno de sus versos. Bueno, quizá:

Dramática melodía de despertadores,
sonrisas a las que apremia ponerle rostro,
sudor, agua, monos, insectos,
es día de manzanas dicen.
Todos preparados, listos, frutas.
La lluvia se materializa en el lenguaje.

El edificio horizontal del agua
que fluye,
el de la mujer que canta con todo
el cuerpo
son el río que se oculta a todas
las miradas,
son el río que no ves.





7 de abril de 2015

Neruh al teléfono de otros ríos secos. Cuaderno de la India (de mi vida en un Ashram)


Cruzando el Ganga hay otra Rishikesh donde te recibe el torso de un oficinista de escayola que guarda un razonable parecido a Nehru. Parece sostener un teléfono aunque en realidad apoye su mano sobre la oreja, rodeado de carros vacíos y ruedas salvavidas, mortalmente aburrido en su recóndito parque. Mi escueto, inexistente sánscrito me impide leer la leyenda sobre la que descansa. Allí mismo un niño limpia cuidadosamente un trapo inlimpiable y al parecer valioso, le observo un rato sentado y cuando repara que le voy a hacer una foto se peina. Es un gesto repetido, con el que explicablemente, me siento identificado. 

La mañana ha comenzado con una práctica sobre la azotea del edificio que alberga las Salas de Yoga. He salido a las 5,30 a pasear bajo la inexistente luna y aguardar la aurora, una suerte de lujo, en el cual el mundo y yo nos desperezamos al unísono.
Al salir, un chico me explica que su gurú lo ha mandado seis meses al mundo, para que lo conozca y sobreviva en medio de él, después de 6 años de aprendizaje. Me produce una misericordia inmensa su gesto indefenso y no sé qué puedo hacer por él (entre darle  un consejo o un plátano, opto por lo segundo). El resto los guardo cuidadosamente en la mochila para no padecer de nuevo el ataque de los monos, ladrones de plátanos, del puente por el que dispongo a cruzar al otro lado de la ciudad…



Sé que todos los ríos son el mismo río, aunque atravieso uno casi seco, que arrastra los desechos de la ciudad y donde viven los únicos cerdos que he visto en India. Y entre ellos un poblado de subcasas (y esa es, a veces, ya es una catalogación harto difícil de establecer aquí). Sin luz ni agua, salvo la de las cloacas, sus habitantes no parecen tristes aunque me pongan triste.
De regreso, a la puesta de sol, Miski Biski (el ratón de razia, que me acompaña cuando salgo fuera del Ashram) se ha encontrado con un 5 de picas negro y me lo muestra orgulloso sobre una de las rocas del río, del otro río, el que no está seco, el río que nos salva de la tristeza.
















(El día acaba con un grito, el que emite un inmenso insecto negro, al que encuentro al entrar en la habitación. Siempre hay alguien que se puede asustar más que tu…)

4 de abril de 2015

La noche de los insectos y el canto de Mantras. Cuaderno de India (de mi vida en un Ashram)



Al fondo, desde la vista de mi habitación, tras las cúpulas de la biblioteca (vivo frente a ella) y colina arriba, hay un templo, alto entre los árboles altos. Esta mañana he reparado en su existencia y en el marco que le proporcionan los Himalayas. Todo acuarelable, muy Turner. La belleza es simplemente, no hay que hacer, está o no está presente, y aquí lo hace con generosidad.
Me encuentro con Katia (la amiga y profesora de Madrid) a las 6,30 después de que Mataji (profesora de canto médico) nos introduzca un día más en el canto de Mantras. Practicamos juntos y con un grupo numeroso de personas, que pueden asistir, si así lo desean, a las clases. Hemos finalizado con un ejercicio de Nidra Yoga y me propongo introducirme en él, ha sido delicioso sentir cómo todo nuestro cuerpo se diluía, con peso, sin peso en el suelo. El lenguaje de la relajación es universal, es un tono, una vibración que fluye con el Todo. Mataji es una mujer de mediana edad (descubro después que a sus 70 años pareciera no haber pasado de los 50), con una voz clara, de río, que sumerge y acaricia con la naturalidad de quien no realiza un esfuerzo. Y completa los asanas sin perder un ápice la compostura de su sari naranja, apenas un toque aquí o allí, y todo vuelve a estar en su sitio tras haber realizado una ¡postura invertida!. Yo no dejo de pelearme con mi camiseta y el pantalón pijama (que eran más blancos al llegar).
Hoy el día nos ha traído bochorno, algo parece estar cambiando, como si fuera de época de los monzones, algo de monzón aún restase por llegar. Nuestra respiración se intensifica un poco más, debido a las bajas presiones. Cinco días de práctica intensa y mi organismo empieza a notar sus efectos. En mi parte posterior, donde me incomodo sobre un ladrillo de madera, a la altura del sacro, se está desarrollando una callosidad, dureza u otro fenómeno que no me atrevo a desentrañar. He notado todo el tiempo cómo avanza. Un ligero escozor primero, una presencia dolorosa después, un hormigueo más tarde  que se ve acompañado de algún tipo de fluido que se vierte afuera, de color pardusco. Acuarelable también.
Se nos han sumado los insectos, en su mayoría mosquitos, parecen sumamente intrigados por aquello que hacemos y se cuelan por todas partes, en algún momento de la tarde hemos realizado una suerte de yoga dinámico, imprevisto. Sólo al atardecer y bajo las luces de los focos tomo consciencia de su número. De su constante y abigarrado vuelo sobre, entre, cabe, por, tras nuestras cabezas. Espero que conozcan y valoren el hecho de que yo voy embadurnado de arriba abajo de poción mágica, de un poderoso elixir repelente al que apodan Relec.