23 de abril de 2015

La cueva de Shree Swami Purushottananand Ji Maharaj. Cuaderno de India (de mi vida en un Ashram)



Si es posible mancharse con algo, lo hago. Durante el desayuno de sangüis de plátano con miel, me mancho la camiseta blanca con la miel, durante el cepillado de dientes, la sandalias negras con el dentífrico.  Hoy es sábado y a las 8 hemos terminado nuestra labor en el Ashram, Rashu (uno de los amigos hindúes) ha alquilado un microbús y nos vamos a meditar a una cueva del Himalaya. En ella un hombre santo, de nombre poco menos que impronunciable (lo escribo con buena letra),  permaneció 30 años de su vida. Es una oquedad en la montaña. A la entrada han colocado un lecho cubierto de flores, los jazmines están en plena floración, y en el interior cubierto de estalactitas, aparecen los restos del fuego de un hogar. Al fondo de la gruta existe un espacio dedicado a la meditación. Nos hacinamos sentados, con las rodillas cruzadas, las ocho personas que allí nos encontramos. Intento sentir, presentir lo que ese hombre buscaba, lo que experimentó, lo que sin duda halló en esa oscuridad durante treinta años. Han colocado una talla de Shiva, que nos contempla sorprendida. Alrededor de la cueva se ha desarrollado un pequeño Ashram donde los seguidores del santo viven, nos ofrecen agua y nos invitan a visitar su recinto sobre el Ganjes. Reparo que a la entrada una serie de prohibiciones nos reciben. Me llama la atención que a las consabidas de no bañarse desnudo o portar tabaco, beedes, alcohol…aparezca la que desautoriza cualquier tipo de contacto físico como abrazos, besos o tomarse de la mano…Nos dispersamos para vivir cada uno nuestra propia experiencia y a una chica suiza le acompaña un perro.

Descendemos hasta el río y realizamos una inmersión ritual, recojo unas piedras con los que no sé qué hacer el resto del día, salvo compartir con su peso mi mochila. 


 De vuelta a Rishikesh cruzamos al otro lado del río en barca, le pregunto a Rashu si el río lleva peces y si, en ese caso, se alimentan de ellos (no he visto ninguna carta que contenga pescado en su menú) y Rashu nos ofrece unos conos de papel llenos de virutas:
- Toma para alimentar los peces mientras cruzamos. Aquí no nos comemos los peces, les damos de comer.
Hoy almorzaremos fuera del Ashram, unas bandejas que incluyen todas las delicatessen que podamos ingerir, arroz aderezado de diferentes formas, dhal (sopa de lentejas), chapati y papadooms (panes), verduras picantes, cocinadas con ghee (mantequilla clarificada), dulces de postre…un banquete.
A la puesta de sol tomo un recipiente vegetal que contiene infinidad de pétalos, un incienso, un cabo impregnado en queroseno: mi primera ofrenda. Y el río se la lleva encendida, mientras pido (sin saber muy bien qué pido ¿felicidad, encuentro, consciencia?), por todos nosotros, los presentes, los ausentes que llevo conmigo, los que conozco, aquellos de conoceré y quienes se han ido.
Escribo un proyecto de poema al retirarme a la habitación y no creo que se salve ninguno de sus versos. Bueno, quizá:

Dramática melodía de despertadores,
sonrisas a las que apremia ponerle rostro,
sudor, agua, monos, insectos,
es día de manzanas dicen.
Todos preparados, listos, frutas.
La lluvia se materializa en el lenguaje.

El edificio horizontal del agua
que fluye,
el de la mujer que canta con todo
el cuerpo
son el río que se oculta a todas
las miradas,
son el río que no ves.





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