Yo que frecuenté los altares cristianos, los más floridos del católico orbe, los racionalistas de la evangélica protestante, que arañé los desiertos estilitas del ateísmo y comí de la manzana agnóstica, he de confesar que ahora frecuento los templos magnéticos del panteísmo.
Mandur Singh, ese hombre de gesto adusto que guarda su barba bajo una redecilla es, cada vez que visito Dehli, mi conductor de rickshaw, un amable abuelo, complaciente y deseoso de compartir los encantos varios de su confesión: la doctrina sij. Me lo encuentro tarde o temprano por la plazuelas de verduras y especias del Pahar Ganj, el barrio más disparatado y mochilero de la Old Dehli, donde se reúnen todos aquellos que quieren comprar al por mayor o alojarse en un hotel de menos de 10 € la noche. Mi hotel siempre ha sido el Cottage Yes Please y en sus alrededores Mandur acarrea en su motocarro todo tipo de bultos y mercancías. En ocasiones se deja contratar para todo un día y me lleva de un lado a otro con paciencia y con el cuerpo inclinado sobre el claxón, más parecido a un timbre de bicicleta, de su vehículo. Esta vez le hago una propuesta especial: quiero recorrer en un día todos los templos de la religiones de India: hinduísta, budista, musulmán, sij (por supuesto) y cristiano. Le parece un tanto desconcertante pero accede siempre que comamos en el suyo, donde por supuesto, como hacen con tantas personas al día, en turno de 20 minutos, estamos invitados.
Comenzamos por la mezquita del viernes, la más grande de India y situada en un barrio donde puedes
ver desfilar ante tus ojos cualquier cosa que imagines o ni siquiera puedas imaginar. Las escalinatas que dan acceso a la mezquita son un punto de encuentro en cada una de sus 4 puertas. Dentro la paz se instala y los numerosos grupos que acuden a la oración se descalzan, realizan sus abluciones rituales, se aproximan en silencio al Minrab y parecen poseídos por un halo que no es de este mundo. Me sitúo, tras un paseo, detrás de un grupo de orantes, realizo sus postraciones y al momento, el imán que dirige en rezo repara en mi presencia, le indica a uno de sus ayudantes que me acerque y me entregan un libro de oraciones. Lá Ilhaja ill Alá…no hay más dios que Alá, o lo que es lo mismo: no hay más dios que Dios. No sé cómo pero en ese momento creo participar de un rito que sólo está dirigido a mí y que comparto gustoso y atento con el resto de fieles.
Cuando regreso al rickshaw de Mandur, éste ya quiere impaciente, llevarme al templo sij. Le pido que antes pasemos por uno budista y nos acercamos al mercado tibetano donde, en sus cercanías, hay una pequeña colonia de exiliados que disponen de un templo. Las túnicas azafranes y los gorros de pico nos reciben haciendo girar los molinillos de oración, una pequeña estupa coronada con los ojos del Bhuda mirando hacia los cuatro puntos cardinales… Bajo las banderas de oración medito sentado en el suelo siguiendo las indicaciones del Vippasana. Noto como otras personas de sientan o se levantan a mi lado, pero nada perturba este momento en que con los ojos cerrados, renuncio a todo, a la avidez y a la aversión y el universo parece una gran sonrisa que otorga sentido a todo. Lo que hay dentro es fuera, lo que está fuera es dentro.
Se ha hecho hora de comer y los sijs con su enormes calderos nos esperan. El templo de cúpula dorada, el lago sagrado para purificarse, los vigilantes (enormes guerreros ataviados con turbante rojo y lanza), las vestiduras de vivos colores…nada resulta amenazante, todo semeja una oración sin objeto, Nam Japma: Por vuestra gracia, oh Dios, que todos y todas en el mundo sean bendecidos y bendecidas. Nos introducimos en el comedor general, gratuito, con capacidad para 500 personas que está abierto durante todo el día. Allí, sentados sobre una larguísima alfombra, nos sirven Dhal, chapati, verduras y té. Los servidores pasan varias veces rellenando los platos a todos los que lo deseen. Orgulloso Mandur me enseña las cocinas donde casi cien personas se afanan amasando, cocinando, llenando los pucheros de comida una y otra vez. Luego damos varias vueltas alrededor del espacio central del templo, donde se halla expuesto el libro sagrado, la gran corriente de la vida. Insiste a nuestra salida que me lleve los siete tomos de sus enseñanzas. Le hago ver que voy y quiero seguir ligero de equipaje. Pero sus libros no pagan facturación con ninguna compañía aérea del mundo, así me lo hace entender, tal es el poder de los textos sagrados sij. Finalmente consigo sólo llevarme un pequeño libro en español que atesoro.
Cae la tarde, ya hace rato que cae la tarde. Todavía queda tiempo para visitar una iglesia y así se lo propongo, aunque parece que también hace rato que Mandur quiere retirarse, lleva una jornada de más de diez horas a mi lado. De camino a no sé qué lugar le pido que se detenga. Estamos ante el cementerio cristiano inglés de Dehli. Todo me resulta vagamente familiar. Me detengo en el espacio que ocupan las pequeñas sepulturas de los niños. Todas blancas. Aquí nos despedimos, tengo un largo paseo hasta el hotel que realizaré solo, en compañía de todos los dioses que están solos, del dios solitario, de Dios, del Todo.